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A la edad de los 55 años, el ya reconocido físico se sentó a disfrutar de la bella tarde que caía. Ese 25 de Abril del año 1934, solo se sentó a dejar de pensar.  Tanto había hecho ya en su vida, que solo quiso disfrutar del paisaje que contemplaba desde la ventana de su estudio mientras se mecía plácidamente en su mecedora de raulí y disfrutaba de un delicioso té. Le gustaba observar como las sombras proyectadas generaban un mundo nuevo. Calculaba cada detalle de espacio/tiempo, y  sin querer, vio como una nube condensada cargada de sol, se catapultó a lo alto de cielo surcado el aire mientras dejaba una estela de colores varios. Era una parábola perfecta  que se propagaba frente a sus ojos. Sin muchos cálculos, determinó como tan solo una nube de diversas proporciones y un sol de gran energía acumulada, lograban describir un fenómeno natural de grandes proporciones. Así constató, que no se necesitaba de gran velocidad, para lograr una altura máxima a la hora de describir una curva, y que una nube en su vago e indescifrable trayecto lo había logrado.

Fue así, que la naturaleza, como mano de obra de Dios, por primera vez, dejaba de lado las diferencias entre ciencia y religión, y juntas por un espacio corto de tiempo, engalanaron ese bello espacio en el cielo,  con la majestuosidad de un arcoíris…

Fue una tarde de abril, en la que Albert Einstein, luego de dejar esa taza de té que tomada silenciosamente, se dejó caer el un plácido sueño, y en lo profundo del mismo, dejó que su niño interior volviera en sí y jugara con la ciencia.
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